Gran poeta, escritor, diplomático y político chileno
laureado con el Premio Nobel de Literatura en 1971.
Pablo Neruda nació en Parral el 12 de julio de 1904
con el nombre de Neftalí Ricardo Reyes Basoalto y falleció en Santiago
el 23 de septiembre de 1973, unos pocos días después del golpe militar contra
el gobierno de Salvador Allende.
Neruda es considerado como uno de los más grandes y
más influyentes poetas de su siglo. Para Gabriel García Márques, Neruda es
"el más grande poeta del siglo 20 en cualquier idioma". "Ningún
poeta del hemisferio occidental de nuestro siglo admite comparación con
él", ha escrito el crítico literario Harold Bloom.
Neruda es ampliamente conocido por su vasta obra en la
que se incluyen Veinte poemas de amor y una canción desesperada, El habitante y
su esperanza, Residencia en la tierra, España en el corazón, Canto general de Chile, Alturas de
Macchu Picchu, Canto general, Los versos del capitán, Odas elementales,
Extravagario, Las piedras de Chile, Arte de pájaros, Fulgor y muerte de Joaquín
Murieta, La barcarola, El mar y las campanas, Elegía, Confieso que he vivido,
Para nacer he nacido, etc..
Pablo Neruda
BIOGRAPHY
Courtesy of The Nobel Committee for Literature at the Swedish Academy
Courtesy of The Nobel Committee for Literature at the Swedish Academy
Between 1927 and 1935, the government put him in charge of a number of honorary consulships, which took him to Burma, Ceylon, Java, Singapore, Buenos Aires, Barcelona, and Madrid. His poetic production during that difficult period included, among other works, the collection of esoteric surrealistic poems, Residencia en la tierra (1933), which marked his literary breakthrough.
The Spanish Civil War and the murder of García Lorca, whom Neruda knew, affected him strongly and made him join the Republican movement, first in Spain, and later in France, where he started working on his collection of poems España en el Corazón (1937). The same year he returned to his native country, to which he had been recalled, and his poetry during the following period was characterised by an orientation towards political and social matters. España en el Corazón had a great impact by virtue of its being printed in the middle of the front during the civil war.
In 1939, Neruda was appointed consul for the Spanish emigration, residing in Paris, and, shortly afterwards, Consul General in Mexico, where he rewrote his Canto General de Chile, transforming it into an epic poem about the whole South American continent, its nature, its people and its historical destiny. This work, entitled Canto General, was published in Mexico 1950, and also underground in Chile. It consists of approximately 250 poems brought together into fifteen literary cycles and constitutes the central part of Neruda's production. Shortly after its publication, Canto General was translated into some ten languages. Nearly all these poems were created in a difficult situation, when Neruda was living abroad.
In 1943, Neruda returned to Chile, and in 1945 he was elected senator of the Republic, also joining the Communist Party of Chile. Due to his protests against President González Videla's repressive policy against striking miners in 1947, he had to live underground in his own country for two years until he managed to leave in 1949. After living in different European countries he returned home in 1952. A great deal of what he published during that period bears the stamp of his political activities; one example is Las Uvas y el Viento (1954), which can be regarded as the diary of Neruda's exile. In Odas elementales (1954- 1959) his message is expanded into a more extensive description of the world, where the objects of the hymns - things, events and relations - are duly presented in alphabetic form.
Neruda's production is exceptionally extensive. For example, his Obras Completas, constantly republished, comprised 459 pages in 1951; in 1962 the number of pages was 1,925, and in 1968 it amounted to 3,237, in two volumes. Among his works of the last few years can be mentioned Cien sonetos de amor (1959), which includes poems dedicated to his wife Matilde Urrutia, Memorial de Isla Negra, a poetic work of an autobiographic character in five volumes, published on the occasion of his sixtieth birthday, Arte de pajáros (1966), La Barcarola (1967), the play Fulgor y muerte de Joaquín Murieta (1967), Las manos del día (1968), Fin del mundo (1969), Las piedras del cielo (1970), and La espada encendida.
Pablo Neruda recita el Poema 20
Confesamos que ha vivido 1
Confesamos que ha vivido 2
Confesamos que ha vivido 3
DISCURSO PRONUNCIADO POR PABLO NERUDA, EN ESTOCOLMO, DURANTE LA CEREMONIA DE LA ENTREGA DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1971
Mi discurso será una larga travesía, un
viaje mío por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al
paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y
tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros limites el Polo Sur,
que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte
nevado del planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando mas bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé, en
aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de
ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de
centenares de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos,
para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre
debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las
ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la
altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje
palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en
cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque
para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas
vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su
fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y
rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero
esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos
entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue
sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis
pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al
aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos,
los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:
¿Tuvo mucho miedo? Mucho. Creí que había
llegado mi última hora, dije.
Íbamos detrás de usted con el lazo en la
mano me respondieron. -Ahí mismo –agregó uno de ellos– cayó mi padre y lo
arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entrar
en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río
perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella
obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual
penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de
afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban
chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido
sobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos
empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella
selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y
esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado
verde, flores silvestres, rumor de rios y el cielo azul arriba, generosa luz
ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un
círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de
sagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus
cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una
calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno,
para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a
ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de
todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto.
Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos
se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un
solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular
dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí
entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que
existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud,
una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de
este mundo.
Más lejos, ya a punto de cruzar las
fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a
las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que
era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas
desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos.
Entramos a uno de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos
encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí
ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo ml
humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos
montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas.
Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en
el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que,
naciendo de las brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana que
habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un
lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las
ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida.
Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada
sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían,
nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y
luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través
de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos,
calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos,
limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos,
bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadas
que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre
nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba
al gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo
recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las
canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los
lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos
rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y
en ese "nada más" en ese silencioso nada más había muchas cosas
subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y Señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta
para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un
consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de
supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado,
si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan
diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado
siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba,
no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo.
En aquella larga jornada encontré las
dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las
aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción
pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la
solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la
intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no
menor fe que todo esta sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su
actitud, el hombre y su poesia en una comunidad cada vez más extensa, en un
ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños,
porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé,
después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un
vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel
en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello
salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el
mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé
si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o
eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que
canté más tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza
que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable.
Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y
es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio
para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con
melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos
ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un
destino común.
En verdad, si bien alguna o mucha gente me
consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la amistad
y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni
las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo,
ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a
sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de
recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es
capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no
están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia
del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia
incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus
contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.
El poeta no es un "pequeño
dios". No, no es un "pequeño dios". No está signado por un
destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios.
A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada
día: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y
humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día,
con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla
conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de una
colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la
construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al
hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se
incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los
otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de
cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan,
en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable
de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso
espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada
época nosotros mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa
verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras
no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que
se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di
cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de
nuestra propia mitificacion. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos
hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo.
Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a
tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la
transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido
una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a
desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos
resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello
hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro
deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible
(o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo
secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos
de pronto rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de
barro, de libros, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación
opresiva.
En cuanto a nosotros en particular,
escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado
para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de
nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el
deber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado
menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso
de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los
antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias,
de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de
palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de
fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso
individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica,
no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada
día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno
de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis
cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los
caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que
vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la
verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud
dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria.
Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas
deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que
mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo
organizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de
esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y
a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o
amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros
anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos
que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que
todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la
dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.
Heredamos la vida
lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más
edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres
milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron
arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún
existe.
Nuestras estrellas
primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza
solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los
errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la
historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en
cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo
levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me
sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual
de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa
diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender
que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo
que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí el difícil
camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración
hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad
mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que
camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos
recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes
de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el
exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas
humanas que incorporé a mi poesía.
Hace hoy cien años
exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados,
escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous
entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente
paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)
Yo creo en esa profecía
de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado
de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los
poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre
confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado
hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.
En conclusión, debo
decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el
entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente
paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad
a todos los hombres.
Así la poesía no habrá
cantado en vano.
Vista desde el hogar del poeta en Isla Negra. Su hogar es hoy un museo muy visitado
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